miércoles, enero 25, 2006



No sé cuando decidí eso, pero huí.

El miedo se encarnó en sudor y en un enorme caballero que me cogió de la mano. Salí de allí y todo se volvió oscuro, confiando en una orientación que era materializada en una dama bellísima que se antojaba diminuta. Solo tenía que hacer que creciera.

Primero fueron las estrellas. Personas inexpresivas que clavaban sus ojos en la eternidad. Corría y corría, pero no pude evitar empezar a gritar, cosa que ni les inmutaba. La luz era la cruel señal de que estaban muertos, ya que tal brillo se esprendía de su piel como si no pudieran ya vivir en su interior. Seguía corriendo y las estrellas daban paso a otras, y a otras, y a otras, así hasta lo que parecía la eternidad.

La bella dama seguía siendo diminuta. Se mantenía al final del trayecto pero mi muerte era cada vez más grande. El corazón era el doble de grande intentando bombear litros de sangre de una sola sacudida. Mientras seguía huyendo, aparecieron enormes cuerpos semejantes a los planetas que jamás pisaremos. Sin color, con un gris que ardía ante la idea de la vida que cabe en ellos. Cancerosos y enfermos, tampoco se inmutaban, iban a la deriva que las leyes de alguien a quien no conocemos tiene la valentía y la poca moral de dictar. Quizá aun conserven la luz en su interior. Quizá hace mucho que ya desapareció. Y yo, un asqueroso mortal , jamás lo sabré.

Seguía corriendo. Los planetas dieron paso a una secuencia azarosa de todo lo que y existe. No existia un orden que pensaba que se cumpliria. En absoluto. Animales, objetos, personas, todo flotaba en familia. Todo perdía significado. Todo otorgaba su sentido a la infinidad de ese camino.

La bella dama desapareció.

Pero seguí corriendo.

La dirección que seguía debía de ser la que continuara. Ese lugar quería engañarme. Nada más lejos de la realidad. Tenía que seguir por ahí.

Nada.

Ya no quedaba nada. Mis pies estaban llenos del musgo que surge de todo aquello que ya no entiende su vida. Negro. O quizá blanco. Ni idea, ese lugar quizá fuera el infierno que nuestros padres tanto nos han explicado. O quizás el infierno es el cuento de miedo más milenario.

Corría y corría. Huía y huía. Debía seguir.

Adelante, adelante, sin parar.

De repente, algo agarró mi hombro. Algun ser desaprensivo tuvo la poca gentileza de ralentizar mi gesta. Me giré para conocer a tal violador.

Sangre.

Amor.

Mi corazón estaba ciego.

Mi corazón bombeó más sangre que en toda su vida.

Solo puedo dar las gracias a ese que paró mi carrera.

Seguí corriendo, pero nunca sabré que dirección volví a tomar.

Huye.

O parate.

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